Películas
Con este calor que ablanda el asfalto y yo varada en el centro. Tengo que esperar cinco horas. Si voy a casa y vuelvo a salir, entre tren y subte, me voy a pasar todo el día viajando. Me meto en un bar, almuerzo, leo el último capítulo de la novela que traigo encima, me cruzo con la cara de culo del encargado, pido un café y otro, para justificar mi permanencia, navego con el celular hasta que se me muere la batería y salgo a la calle. Todavía me quedan tres horas por delante. Paso por un cine viejo que aún no es iglesia y entro. Me invade un entusiasmo de adúltera. Es que no soy de ir al cine y menos sola. Películas nacionales, ocho pesos. Compro barato el aire acondicionado y la posibilidad de licuar el tiempo. Incluso podría dormir una siesta, la película me da lo mismo.
El protagonista me suena, lo debo haber visto en la tele o será esa barba esmerada que estuvo de moda el año pasado y los vuelve parecidos a todos. Pero hay algo más, un tono de voz que me hace acordar a alguien y no me doy cuenta a quién. El personaje se oscurece al lado de esta chica que aparece ahora, el tono de comedia se envicia, se vuelve rancio. La tipa llora, empieza a hablarle con palabras que me ponen la piel de gallina porque puedo adivinar lo que va a decir antes de que lo diga. A medida que avanza, con más o menos diferencias, mi memoria me vomita el mismo diálogo del pasado. Ya sé cómo termina la historia: va a dejarlo, se va con otro y pronto se va a olvidar de él, que apenas fue un romance fugaz para ella. Punto final. Pero la película sigue. Veo la caída del protagonista, la desesperación y un suicidio que apura el desenlace. Me quedo a leer los créditos y descubro que sí, que es Alejandro. Fue director, actor y guionista de esta pieza. Me dedica la película y, en la película, me dedica su muerte. Se encienden las luces de la sala. Salen cinco o seis jubilados con cara de pocos amigos. Me da pena, pero más que nada vergüenza. La película es un bodrio.