Crucero
Nos agarraron con ganas de decir que sí y con billetera ociosa de turistas. Algo había fallado en la traducción, pero todavía no lo sabíamos y estábamos contentos. Los motores vibraban, vibraron en vano todo el tiempo. Subimos paladeando el lujo, entregamos el poco equipaje, nos sacamos fotos con gorra de capitanes, aceptamos el canapé y la copa que nos ofrecieron en la cubierta, nos decidimos a consumir todo lo que viniera incluido, brindamos y dijimos salud en otro idioma. Aplaudimos cuando de abajo alguien rompió una botella de champagne en la popa y preferimos hacer la vista gorda a lo baqueteado que estaba el barco para andar de bautismos.
Nuestro camarote tenía terminaciones en dorado y era mullido: cortinas, empapelado, alfombra, cubrecamas, televisor empotrado y desodorante de ambientes que se disparaba automático. Parece un telo, pensé y no dije nada para no romper con la ilusión de clase alta que nos habíamos hecho. La ventana salía a un balcón ínfimo, aunque sólo para nosotros: lo pisé descalza. Cerca había un barco hundido, crocante de herrumbre.
Recorrimos las instalaciones, teníamos casino para la noche y me prometí visitar el gimnasio al menos una vez. Nos pusimos trajes de baño, tomamos tragos, sol y nos metimos a la pileta. Recién cuando empezó a oscurecer y ya estábamos mareados y hartos de comida, nos dimos cuenta de que no nos habíamos movido. Nuestras miles de lucecitas relampagueaban aún en el puerto y el barco encallado seguía ahí, era una mancha negra en el paisaje atardecido. Fuimos a la administración a protestar, pero se nos trababan las palabras en lengua madre y en lengua ajena. Nos señalaban los folletos: habíamos comprado tres días de crucero a ninguna parte. Dormimos mal y al despertar los manjares y placeres se nos volvieron rancios. Me senté en el balconcito, bamboleando las piernas entre las rejas. Cuando pasaban esos botes precarios de madera, los miraba con envidia.