La plancha
Tiene que agradecer que no la hagan lavar a mano. Cargó el jabón hasta la marquita del MAX, como le dijo la señora. Colgó todo al sol del revés para que no se destiñera y dejó que las prendas flamearan con el viento, mientras tanto se ocupaba de hacer las camas, de pasar la aspiradora, de limpiar la cocina y los baños, de juntar las mierdas de los perros desperdigadas por el jardín. Ahora que la casa reluce y ella está agotada, la ropa se secó y le toca planchar.
La radio la levanta, tararea y un pie o un hombro se le escapan tras el ritmo. Primero lo de la patrona. Es tan manteca, pastel, arena, que le cuesta creer que se lo haya puesto para salir de noche. Se posa la blusa sobre el torso, es elegante, pero a dónde se va con una cosa así. Ella tuvo baile el sábado, se vistió de negro, picante, animal print. Y cuando lo tenía cerca a Rodo clavaba los pasos para que se le sacudiera la carne. A él se le iban los ojos a su escote y ella no podía parar de mirarle la boca. Tenía un tajo fresco. Debe ser verdad. Dicen que trabaja en la construcción de día y boxea a contra turno. Quiso pasarle la lengua por los labios, por la herida, estuvo a punto, pero no. Y las ganas guardadas la dejaron inquieta. Afuera el perro salta en círculos persiguiéndose la cola. Se escuchan, de tanto en tanto, los tarascones que da en el aire. Ella también aprieta los dientes.
Cuando plancha las solapas de la camisa del patrón sube un vaho de su perfume, apenas un aliento. Le da ahí de nuevo, pero nada, ya se consumió. Busca en las axilas. A pesar de los jabones y los cuidados, brota un resto de desodorante y, por fin, un olor tímido a cuerpo. Es un fantasma que se esfuma rápido y le hace pensar en el olor penetrante de Rodo. El recuerdo la marea.
Se mira. Desentona frente a la ropa impecable de los señores. Arrancó el uniforme del tender de su casa, lo metió en el bolso y al llegar se lo puso así como estaba. Raro que no la hayan levantado en peso. Se lo saca. Queda en corpiño y bombacha. Se le pone la piel de gallina y en los pezones el frío se le confunde con la excitación. Plancha su ropa de trabajo y se deja mover por la música. El fuego en el cuerpo está intacto desde el sábado. La piel vibra, le pide algo. Entonces se acerca la plancha a la cadera y se permite el roce. Es un ay que no duele de inmediato, sino unos segundos después, cuando el triángulo se le subleva en una ampolla indisimulable que le prolonga el ardor en una cicatriz.