La manta
Cuando el auto bajaba por el barranco hacia la playa, me pegaba a la ventanilla. Quería ver qué había ahí, por qué me prohibían subir. Me decían que había basura, que me podía cortar con algo, que la antitetánica no sé qué, que seguro había animales sueltos, animales muertos, picaduras, que rondaba un degenerado, que arriba de todo estaba la ruta interbalnearia y que me iban a llevar puesta. Que era peligroso, punto. Que me callara la boca y que hiciera caso, carajo.
Me metía al mar, saltaba las olas, las barrenaba, pero pronto me ponía a mirar para el lado de la tierra. La gente que jugaba en la orilla, la arena, las carpas, el perfil del restaurante de un lado, el faro del otro, las canchas y, en el fondo, me llamaba ese verde oscuro de la maleza del barranco. Me hice un amigo, Juan Cruz, que era un cancherito. Me daba bronca. Qué hambre, nene, le decía y me mordía el labio y él me miraba la boca y a mí se me ponía la piel de gallina. Me contaba historias sobre el lugar que tenía prohibido y, aprovechando que papá estaba todo el día con el torneo de tenis y mamá se tiraba a leer, me iba acercando al barranco.
Con Juan Cruz jugábamos a la aventura, cortábamos los yuyos con unos palos que habíamos agarrado de machetes. Una subida éramos exploradores, otra náufragos, después salvajes. Éramos gorilas cuando escuchamos voces y nos agachamos entre las plantas. Me acordé de la amenaza de los animales sueltos y el degenerado. Sentí miedo y ganas de hacer pis. Se sentían ruidos: parecía una queja, un lamento, ruido de hacer fuerza o de hablar con la boca llena. Ruido de película de adultos, dijo Juan Cruz, que se las sabía todas. Un tipo en culo hacía lagartijas, o algo así, sobre una manta roja de la que salían unas piernas. ¿Quién anda ahí? Gritó de pronto y salimos disparados.
Llegamos abajo con las caras rojas y con las piernas todas cortadas por los rasguños de los matorrales. Juan Cruz lloraba. Era mi viejo, me dijo. Lo quise consolar, pero no entendía qué era lo que habíamos visto, así que pasamos mudos todo el resto del día. Al atardecer nos despedimos y, como siempre, nos sacudimos la arena y metimos las cosas en el auto. Ahí la vi: entre la heladerita y las raquetas de tenis de papá había una manta roja llena de pasto.