Alicia Alonso
Sabe que el teatro quedó a oscuras porque el cuchicheo del auditorio se sofocó de un momento a otro, solo flotan un par de toses perdidas que se resisten al silencio mullido de la sala. ¡Es tiempo!, dice y camina segura hacia el palco presidencial. Los ayudantes tratan de orientarla, pero son ellos los que se chocan con las luces apagadas. Alicia se pasó la vida perdiendo la vista y hoy, con más de noventa años, está acostumbrada a ver en la penumbra. Se acomoda en el instante que dura el aplauso al director de orquesta y se suma a la masa de espectadores. Aunque le toca de este lado, su respiración, una vez más, es un aleteo vivo: está por abrirse el telón. Sabe cuántos latidos le entran en el cuerpo desde el primer hilo de música hasta que el escenario se llene de sangre en movimiento.
Sus manos, apoyadas en la falda, no pueden contenerse y acompañan los sonidos. El público está encantado con los brillos, los colores, los trajes, los decorados. Eso les oculta el golpeteo ínfimo que hacen las zapatillas de punta cuando tocan el suelo. Alicia, en cambio, capta la sutileza y así adivina el esplendor de los saltos, la velocidad de los giros, la intensidad del abrazo, la duración de un vuelo en el aire. Pero la música la envuelve y sus ojos apagados le dejan ver el teatro que tantas veces vio desde el escenario. La bailarina que fue llega de un pasado para abrazarla, para devolverle el baile a la carne envejecida. El espectáculo termina. El aplauso es largo y al final, cuando parece que va a agotarse, se vuelve ovación: una luz que Alicia no ve la está enfocando, con su turbante riguroso y la boca roja, ya un tajo, que se abre en una sonrisa altanera. Es que sabe que eso es para ella, alza los brazos, arquea las muñecas y se estira entera para saludar a un teatro que ahora lleva su nombre.