No
Grita y me lleno de bronca. Me afirmo al suelo, se me erizan los pelos de la nuca, niego con la cabeza y ya estoy jadeando. Me muerdo finito el interior de las mejillas, me arranco partículas de piel mojada y las dejo sueltas, se diluyen en la saliva o me las trago, qué importa. La boca ensimismada se me cruza de brazos. Me muerdo otra vez. Siento el pellizco ácido, pero no sangra y no duele, es un tic que no puedo evitar mientras él me putea. Tomo coraje, mi gruñido está a punto de hacerse audible. Que se prepare, se van a enterar los vecinos. Pero apenas abro la boca, él patea el cacharro de mi comida. No puede ser. Es el único lugar de la casa sólo mío, con mis babas y mis mierdas y mi alimento. Vivo en ese rincón y por ese rincón. Quiero saltarle al cuello, pero la rabia cambia por un temblor: soy toda susto. Podría ser peor, entonces me acurruco, me convierto en un objeto más de la cocina para que ya no me vea. El portazo que da al irse me hace abrir los ojos. Le escucho una carcajada en el palier y tengo que taparme la boca para que no sepa de mi llanto. Los ruidos del ascensor se lo llevan a la calle y yo me aflojo y lloro y hasta me hago pis encima. Estoy quieta, un poco muerta, mientras se hace de noche. Pasa el tiempo y tengo miedo de que vuelva. Limpio el piso, amontono el enchastre y descubro que tengo hambre. En cuatro patas voy comiendo del suelo. Entre el arroz sancochado hay un hueso con un poco de carne. La devoro, la trituro hasta que se convierte en un jugo, en una nada, y después rasco el hueso con los dientes, queda opaco, áspero. Me duele la mandíbula y las encías de tanta fuerza en la boca. Tengo temor del amo. Puede volver, abrir la puerta y encontrarme así. Me lavo, me miro al espejo y acaricio el hueso que comí del suelo. Quiero dientes en cada ranura del cuerpo. Grito que no con todos mis agujeros y me imagino que escapo con lo puesto antes de que regrese.