Museo
Tengo que hacer tiempo. Podría ir a un bar y terminar el libro que estoy leyendo, pero no. Se me da por jugar a la turista y me meto en este museo desierto con pinta de excursión para escuelas. Sus rasgos son tan coloniales que parecen una escenografía. Al entrar: naftalina y cera para el piso, los dos olores me disparan en el corazón de la infancia. Voy por las salas y también avanza conmigo el fantasma de mi niñez. Recuerdo el interior de la casa oscura en invierno oliendo idéntica; afuera, en cambio, el aire era veraniego y estaba hecho de pasto y bosta. Llegaba con la cara roja y salada del juego en la vereda, desconectaba la manguera de un tirón y me agachaba para tomar agua de la canilla del fondo. Aprovechaba también para mojarme la cabeza, para hacerme un buche, para sacudir el pelo como hacen los perros. Salía helada y era mil veces mejor que tomar de un vaso. Me iban a retar si hacía barro, pero el agua fría y turgente merecía que corriera el riesgo. Volví hace unos años para vender esa propiedad que luego de una cadena de muertes terminó siendo mía. Me sorprendió, entonces, encontrar la canilla tan baja. Para alcanzar el grifo con la boca tuve que arrodillarme, estaba casi en cuatro patas con la cara cerca del suelo. Había medido el espacio con otro cuerpo y el de ahora ya no entraba ahí.
Los recuerdos le ganan a las obras que me rodean. Apenas las barro con los ojos y leo nomencladores sin retener lo que dicen. En la siguiente habitación el estómago me da un vuelco. Me asusto. Hay una escultura blanca de Moisés. Ocupa tanto espacio que hasta me deja sin respiración. Llega al techo, casi lo roza. Es imposible que lo hayan metido, ese hombre de piedra tiene que haber crecido adentro y ahora está preso, sería imposible sacarlo sin tirar abajo el museo completo. Me mareo, es idéntico a lo que sentiría frente al abismo: una línea y de ahí para allá no hay nada o, peor, de ahí para allá está el monstruo que se burla del espacio y de mi escala humana.