Mascotas no
Cuando nos cuidaba Susy, íbamos a la galería. Ella podía probarse la ropa de las boutiques, total nosotras nos quedábamos inmóviles en el último local. No nos inmutábamos por el olor a pis, a plumas ni a alimento balanceado. Vendían de todo un poco: canarios, conejos, hámsters, tortugas, iguanas, culebras. Perros y gatos no. Unos no se podían quedar en el local una vez que cerraba; los otros se comían a los pajaritos, decía el dueño, pero no le creíamos nada. Al volver a casa nos poníamos de acuerdo y renovábamos ilusiones. ¿Hoy qué pedimos? Entrábamos suplicando por algún bicho y hasta le inventábamos un nombre para que el cariño fuese creíble. Era inútil.
El tiempo con la abuela era más apurado. Siempre tenía algo que hacer y nosotras la seguíamos con la lengua afuera. Si se portan bien hay sorpresa, dijo y Mechi me susurró al oído: Citanova. Si era verdad, valía la pena caminar todas las cuadras que la abuela quisiera. Nos encantaba esa heladería. No era tan variada como el local de mascotas, pero los mostradores eran peceras. Suficiente. Seguíamos el ida y vuelta de las carpas naranjas y mirábamos con asco los barrefondos con esos bigotes de carne y las bocas listas para el beso. Después Mechi hacía como los peces para chupar el helado y la abuela le decía cochina. Yo me portaba bien y envidiaba su enchastre.
Antes de la sorpresa, había que hacer las compras: almacén, verdulería, pescadería. ¡Qué olor! Insistí y la abuela por algo se puso colorada. Los bichos plateados, o rosas o blancos estaban sobre escamas de hielo. Las cabezas para el mismo lado: un zoológico pulcro y quieto. Todo estaba ahí para que lo viera en detalle: labios, dientes, colas, aletas. Mientras la abuela pagaba me animé con el meñique y lo hundí en uno de esos ojos fijos y redondos. La sensación de gelatina fría me arrugó el estómago.
Mechi tenía razón, la sorpresa fue Citanova. No pude terminar mi helado. A cada ratito me acercaba el meñique a la nariz para sentir el olor a pescado.