La valija
Viajan de noche y con esta lluvia. El nylon que cubre los bártulos en el portaequipajes se embolsa y cachetea con un ruido insoportable. El señor frena en la banquina y trata de arreglarlo. Entra al auto a las puteadas, está empapado. La señora le da una toalla y le ofrece una remera seca. La empleada, que va con los chicos en el asiento de atrás, cierra los ojos cuando el patrón queda en cuero, igual llega a sentir el olor de su desodorante, ya rancio después de un día tan largo. En la contorsión que hace para vestirse toca bocina con el codo. La señora se tienta, la empleada se sobresalta y los nenes siguen dormidos. Las improntas de la noche se les mezclarán entre los sueños.
Los relámpagos apenas dejan adivinar el campo que pasa a toda velocidad. Si no fuera por el murmullo del agua y la fricción enloquecida de los limpiaparabrisas, sería audible el siseo de la empleada: va rezando. De pronto, un golpe y el vidrio se raja en forma de asterisco. Una de las lingas elásticas está suelta y ahora es un látigo dominado por el viento. El señor resopla, baja, se embarra los pies, trepa, acomoda tanto los bultos como ese plástico inútil, vencido por el agua. Se perdió mi valija, grita la empleada a la intemperie y se pone a rastrear a ciegas. El señor la agarra de un brazo y la mete de prepo en el auto. Reinician la marcha. La señora pregunta con las cejas, él asiente. Se quedan mudos porque se saben con ganas de reír. Ahí tenía la única foto de Claus, lamenta la empleada. No empecemos con Claus, querida, la foto no te lo va a resucitar, dice la señora y desata en la otra un llanto silencioso que va a durar todo el viaje. La empleada piensa cómo estará cayendo la lluvia sobre su valija, le vienen a la cabeza las cruces rudimentarias que suelen aparecer a los costados de las rutas y también recuerda la expresión que Claus tenía en la morgue. Cierra los ojos y fantasea que se baja de esa máquina: se imagina libre y mojada llegando al encuentro de todo lo que perdió.