Puente
Teníamos un tío que no pertenecía al mundo de los grandes ni al de los chicos. Se había quedado en el medio: era un puente. Si se nos daba por el berrinche se ponía serio, nos hacía salir de casa y nos llevaba a llorar a la otra punta del jardín donde nadie más pudiera escucharnos. Primero le actuábamos una tragedia griega y después una telenovela venezolana hasta que tomábamos coraje y lo desafiábamos con palabras que adentro estaban prohibidas. No se le movía un pelo.
Jamás nos preguntó las razones del capricho, no tenía interés ni apuro por hacernos callar. Era justo lo que daba resultado, si no conmovíamos a nadie, el llanto perdía efecto, languidecía, se volvía hipo y al fin se evaporaba. Él se tiraba a los pies de una palmera y aprovechaba para fumar los cigarrillos que no se permitía frente a los mayores. Lo imitábamos: arrancábamos tréboles y les masticábamos los tallos para conocer ese gustito eléctrico.
Una tarde de cielo oscuro, las ramas se sacudían con el ruido desvencijado de las películas de terror. En tormentas como la que se viene caen ballenas del cielo, nos dijo, ya van a escuchar los rugidos de los bichos después de los relámpagos. Empezamos a hablar de catástrofes, estábamos entusiasmados. Él nos dejaba elucubrar, se reía y repetía lo de las ballenas. Antes de entrar a casa nos hizo un guiño. No entendimos qué quería decir, pero cargaba complicidad y nos hinchaba de orgullo. Nos sentíamos muy distintos a los chicos lacrimosos que habíamos sido un rato antes. Volvíamos ansiosos y valientes.
En plena noche las celosías de nuestra habitación se soltaron y golpeaban contra las paredes, pudimos ver los relámpagos y los rugidos fueron espeluznantes. Mi hermano se despertó en mi cama y la más chica amaneció meada. Apenas terminamos el desayuno nos calzamos las botas de goma y salimos. No podía ser. El parque estaba lleno de espinazos inmensos: las ballenas. Cavamos un pozo y, sin querer reconocerlas, hicimos un funeral para las hojas de la palmera.