Persiana
Llega el momento de los regalos: finjo entusiasmo y disimulo la decepción ante las chucherías. Pero esta vez entre los paquetes habituales encuentro una bikini. La guardo enseguida para que nadie la vea. Que las mocosas, las gordas y las viejas mejor usen malla enteriza, suele dictar mamá. Las bikinis, entonces, son exclusividad de chicas esbeltas como la tía nueva. Busco su cara, justo me está mirando y me guiña el ojo: claro, fue ella. Cumplo trece años, se termina el verano, tengo la cintura recta y el busto apenas inflamado pero tengo bikini, es mía, un ascenso. Brindo con gaseosa pero aprovecho una distracción para robar la copa de champagne que la abuela se hace servir y no toma. Me la empino de un saque. Ayudo a levantar platos con restos de torta y colillas de cigarrillo, saco una bolsa enorme de basura, alguien lava vasos y platos, llenamos la heladera de sobras, me pongo a barrer. Basta. Quiero estar sola. Es tarde cuando por fin logro mirarme desnuda al espejo. Me junto las tetas con las manos para verlas más grandes y me pongo el corpiño de la bikini. Unos volados abultan mi chatura. Digo gracias en voz alta, le estoy rezando a la tía nueva. Bailo sin música la coreografía de moda, estoy agitada y siento un eco de mi respiración en la ventana que da al jardín, levanto los ojos y, entre las tablas de la persiana, descubro una silueta. Me quedo pasmada. Del otro lado alguien me mira y ahora contiene el aire para pasar desapercibido. Apago la luz del velador y sale corriendo. Me apuro, les explico todo a mis padres, pero cuando me ven estallan en una carcajada: la bikini me humilla. No me creen, que me habrá parecido, dicen, pero papá igual sale a ostentar que tiene un arma y dispara a la tierra. Volvemos a quedar a oscuras y en silencio. No puedo dormir. La tenue luz de afuera entra por las hendijas de la persiana y se proyecta contra la pared contraria. Irreverente, fantaseo que es un costillar que se pone a respirar conmigo.