La palabra
Jugábamos a las cartas. Probamos con la escoba del quince, pero éramos vagas para sumar y si se parecía a hacer la tarea no tenía gracia. La casita robada nos entretuvo hasta que nos empezó a dar lo mismo quién se llevaba el pilón. Por fin pusimos todo el mazo boca abajo y lo desparramamos, a la que le tocaba el as de oro, perdía. Sos vos, lo tenés sucio, andá a lavarte, nos burlábamos a las risotadas. La tía, que no nos había prestado atención en toda la tarde, de repente se nos vino al humo. ¿A qué juegan? Nos increpó. Calladas miramos para abajo. ¿Son sordas? Le expliqué las reglas, a ver si se calmaba, pero no, ella quería el nombre del juego y en el nombre había una mala palabra. Lo hacía a propósito. Eran las épocas de la primera comunión. En la parroquia nos machacaban con el confesionario, la culpa y el “Pésame Dios mío” conjugado a la española. Nos habían sugerido una lista de pecados de nuestra edad: robar caramelos del kiosco, pelearse entre hermanos, no obedecer a los padres, mentir y decir malas palabras. No podíamos evitar las peleas entre nosotras, nos salían del alma. Después nos pedíamos perdón y listo, Dios no se enteraba. Pero irnos al infierno por una palabrota era un desperdicio. Las cosas por su nombre, nos gritó. Su hijo vino corriendo y pronunció a boca llena: culo sucio. La tía lo felicitó. Nos pusimos coloradas. Ella resopló y manoteó un diccionario de la biblioteca. Si está acá no es mala palabra, dijo, y nos leyó con voz de maestra la definición que la RAE le daba al culo. ¿Cómo se llama? Cola, dije. La tía bufó: ¡qué marmotas! Ahí nomás se bajó el pantalón y la bombacha y se puso en cuatro patas. ¿Qué es esto? Cola, pandero, traste, totó, decíamos nosotras aterradas. Se cacheteaba las nalgas grandes, blandas y tan blancas como masa cruda. Hasta que no le hicimos caso, no se dejó en paz. Cuando mamá nos vino a buscar estábamos mudas. Nos habría aliviado contarle todo, pero para hacerlo teníamos que decir muchas veces la palabra prohibida.