Playa
Es usual escuchar el aplauso que nace en un punto y se propaga como peste. Cientos de manos desconocidas se juntan en la misma onda expansiva hasta dar con el nene perdido. Finalmente los adultos desahuciados encuentran a su hijo que alguien trae a cococho. Seguro hay lágrimas y abrazos durante un rato, pero cuando el ritmo cardíaco vuelva a su cauce, vendrán los reclamos. ¿Nos querés matar de un susto, carajo?
Acaba de ponerse el sol y la alarma se desata en la sombrilla vecina. Soy una autómata para sumarme al aplauso. Veo el epicentro de la escena: la desesperación de los padres y la palidez de los hermanitos que ni siquiera lloran. El ruido de nuestras manos ya es masivo y solemne. No sirve de nada.
Llegan cuatriciclos de la policía. Los caños de escape son el único estruendo, entonces frenamos y nos miramos las palmas enrojecidas. Repliego mi silla de lona, pongo cara de mil disculpas mirando el suelo y me aprovecho del aspaviento policial para huir. Son muchos los que están haciendo lo mismo. El éxodo es más veloz que cuando se larga una tormenta sorpresiva.
Voy a casa, pongo música y hago café. Me maldigo por alquilar con vista al mar. Siguen ahí afuera. Es casi de noche, pero puedo ver la única sombrilla erguida y un grupo de personas que, supongo, discuten estrategias de rastrillaje. Me imagino que esa familia estará tiritando aun en traje de baño y la idea climática me salva de pensar en tragedia. Busco abrigos y salgo otra vez.
Tiene que venir un helicóptero de otra ciudad. Pescadores y guardavidas van a salir en botes y a los cuatriciclos les tocan los médanos. Llego justo para el reparto de linternas. No se me ocurre cómo negarme, tarde, tengo una en la mano. Me indican que camine por la orilla, que vaya barriendo con el haz de luz. Tengo miedo de lo que puedo encontrar. Cada vez que una ola se arremolina en una roca confundo el bulto y se me hiela la sangre. Me cuesta pensar que mañana habrá quien reanude sus vacaciones sobre esta playa.